Miedo a la página en blanco a la hora de afrontar la reseña del último trabajo del grandioso director Paul Thomas Anderson. Miedo a no saber encontrar los términos; de hecho, es difícil hacerlo cuando uno no sabe muy bien qué pensar. No tener ni puta idea de qué pensar. La película lleva deambulando por las cavidades craneales desde hace ya cuatro días. Rozando la supuesta inteligencia; desafiándola. Acariciándola también con su belleza estridente y nostálgica. Y, a pesar de todo, Puro vicio le pesa a uno como un interrogante. ¿Puedes sentirte fascinado y estafado a la vez?
La última película de Paul Thomas Anderson es la adaptación delInherent Vice, de 2009, de Thomas Phynchon. La prosa y la altura de Phynchon sugieren que la adaptación de sus novelas a la gran pantalla puede suponer un reto, como mínimo, temerario. Una materia prima tan indómita sólo puede dar lugar a adaptaciones libres. Radicales y libres. Y Puro vicio lo es. En este sentido, el resultado es irreprochable. El director mantiene la esencia y, además, logra construir un artefacto primoroso, hipnótico, bello, complejo, de impecables hechuras. Psicodélico. Y también descabellado, caprichoso y narrativamente inconexo.

La solvencia del director quedó marcada a fuego en la historia del cine americano reciente con, entre otras,Boogie Nights (1997), Magnolia (1999), Pozos de ambición (2007) y la soberbia, extraordinaria, The Master (2012). Su personalidad y modo de entender la vida y plasmarla en celuloide lo han situado en el Olimpo de los directores contemporáneos esenciales. Con Puro vicio va más allá, en todo, y consigue desafiar al espectador como no lo había hecho antes. El resultado de todo ello, pues, resulta obvio. Las opiniones se hallan mayoritariamente polarizadas, despertando fervorosas adhesiones y, a la vez, airados rechazos. Uno se siente incapaz, en esta ocasión, de situarse en ninguno de los dos bandos. Y se queda en medio, entendiendo y cuestionando las opiniones tan vehementes e insoslayables de ambos lados. Y tiritando de frío.
Por un lado, Puro vicio es una película mayúscula, profunda, compleja, desafiante, bella y estimulante. De ideas. Y de momentos. Grandes momentos. Por otro, es un edificio cuyo andamiaje se halla totalmente difuminado. La película te pide que la sigas; confías en ella, lo haces, y acaba abandonándote al rato. Está autoconvencida de sí misma, y mira levemente al espectador por encima del hombro. Acaba resultando algo arrogante, confusa y aleatoria. Las actuaciones de Joaquin Phoenix y Josh Brolin están por encima del elogio, y el magnetismo de Katherine Waterstone perdura días después del visionado. Sin embargo, no pueden ellos solos con el peso de un artefacto –resulta más preciso denominar Puro vicio como artefacto que como película–, tan distinto a todo, cuya enorme capacidad de hipnosis y seducción consigue hacernos olvidar, a menudo, que habría mucho que discutir sobre la supuesta estructura narrativa que sostiene sus poderosísimas secuencias. Uno no ha podido evitar, en ocasiones, despertar del flipe y preguntarse si no le estarían vendiendo humo. Para, a continuación, volverse a sumergir encantado por entre sus lisérgicas turbulencias.

¿Es Puro vicio una película vacua, o es una doliente metáfora de un mundo que se desvanece? ¿Es pretenciosa, esquiva, deshilvanada, críptica y pedante, o es un relámpago de genio; rotundo y visionario? ¿Es decepcionante o es brillante? ¿Puede serlo todo a la vez? ¿Pueden caber tantas contradicciones en un mismo trabajo? Parece ser que sí.
Uno recordó, al término de esta película –atravesada por un agudo sentido de la pérdida y del vacío–, aquella frase que Vila-Matas dijo que había dicho alguien: “En el centro del ruido y la fiesta de la vida está el silencio. Y en medio del silencio hay otra fiesta”. Puro vicio puede ser la fiesta. O puede ser el silencio. O ambas cosas a la vez. O nada.
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